Walter Isaacson: Steve Jobs. FireWire

24 de febrero de 2013




California, 24 de febrero de 1955 – Palo Alto, California, 5 de octubre de 2011


FireWire

La personalidad de Jobs se veía reflejada en los productos que creaba. En el núcleo mismo de la filosofía de Apple, desde el primer Macintosh de 1984 hasta el iPad, una generación después, se encontraba la integración completa del hardware y el software, y lo mismo ocurría con el propio Steve Jobs: su personalidad, sus pasiones, su perfeccionismo, sus demonios y deseos, su arte, su difícil carácter y su obsesión por el control se entrelazaban con su visión para los negocios y con los innovadores productos que surgían de ellos.

La teoría del campo unificado que une la personalidad de Jobs y sus productos comienza con su rasgo más destacado: su intensidad. Sus silencios podían resultar tan virulentos como sus diatribas. Había aprendido por su cuenta a mirar fijamente sin pestañear. En ocasiones esta intensidad resultaba encantadora, en un sentido algo obsesivo, como cuando explicaba la profundidad de la música de Bob Dylan o por qué el producto que estuviera presentando en ese momento era lo más impresionante que Apple había creado nunca. En otras ocasiones podía resultar terrorífico, como cuando despotricaba acerca de cómo Google o Microsoft habían copiado a Apple. Esta intensidad daba pie a una visión binaria del mundo. Sus compañeros se referían a ella como la «dicotomía entre héroes y capullos». Podías ser una cosa o la otra, y a veces ambas a lo largo de un mismo día. Otro tanto ocurría con los productos, con las ideas e incluso con la comida. Un plato podía ser «lo mejor que he probado nunca» o bien una bazofia asquerosa e incomestible. Como resultado, cualquier atisbo de imperfección podía dar paso a una invectiva. El acabado de una pieza metálica, la curva de la cabeza de un tornillo, el tono de azul de una caja, la navegación intuitiva por una pantalla: de todos ellos solía afirmar que eran «completamente horribles» hasta el momento en que, de pronto, decidía que eran «absolutamente perfectos». Se veía a sí mismo como un artista y lo era, y manifestaba el temperamento propio de uno.

Su búsqueda de la perfección lo llevó a su obsesión por que Apple mantuviera un control integral de todos y cada uno de los productos que creaba. Le daban escalofríos, o cosas peores, cuando veía el gran software de Apple funcionando en el chapucero hardware de otra marca, y también era alérgico a la idea del contenido o las aplicaciones no autorizadas que pudieran contaminar la perfección de un aparato de Apple. Esta capacidad para integrar el hardware, el software y el contenido en un único sistema unificado le permitía imponer la sencillez. El astrónomo Johannes Kepler afirmó que «la naturaleza adora la sencillez y la unidad». Lo mismo le ocurría a Steve Jobs.

Este instinto por los sistemas integrados lo situaba sin reparos en un extremo de la división más fundamental del mundo digital: los sistemas abiertos contra los cerrados. Los valores de los hackers que se impartían en el Homebrew Computer Club favorecían los sistemas abiertos, en los que el control centralizado era escaso y la gente tenía libertad para modificar el hardware y el software, compartir los códigos de programación, escribir mediante estándares abiertos, rechazar los sistemas de marca registrada y crear contenidos y aplicaciones compatibles con una gran variedad de dispositivos y sistemas operativos. El joven Wozniak se enmarcaba en ese campo; el Apple II que diseñó se podía abrir con facilidad y contaba con un montón de ranuras y puertos en los que los usuarios podían conectar tantos periféricos como quisieran. Con el Macintosh, Jobs se convirtió en uno de los padres fundadores de la concepción contraria. El Macintosh era como un electrodoméstico, con el hardware y el software estrechamente interrelacionados y cerrados ante las posibles modificaciones. El código de los hackers se sacrificaba para crear una experiencia de usuario integrada y sencilla.

Todo ello empujó a Jobs a decidir que el sistema operativo del Macintosh no estaría a disposición del hardware de ninguna otra compañía. Microsoft planteó la estrategia opuesta, permitiendo que su sistema operativo Windows se licenciara con promiscuidad. Aquello no daba lugar a los ordenadores más elegantes del mundo, pero sí hizo que Microsoft dominara el mundo de los sistemas operativos. Después de que la cuota de mercado de Apple se redujese a menos del 5 %, la táctica de Microsoft quedó declarada como la vencedora en el campo de los ordenadores personales.

A largo plazo, no obstante, el modelo de Jobs demostró que ofrecía ciertas ventajas. Incluso con una cuota de mercado menor, Apple fue capaz de mantener un enorme margen de beneficios mientras otros fabricantes de ordenadores se convertían en productores de bienes genéricos de consumo. En 2010, por ejemplo, Apple solo contaba con el 7 % de los beneficios del mercado de los ordenadores personales, pero se hizo con el 35 % del beneficio neto.

Lo que resulta más significativo aún es que, a principios de la década de 2000, la insistencia de Jobs en conseguir una integración completa le ofreció a Apple la ventaja a la hora de desarrollar una estrategia de centro digital, que permitía que el ordenador de sobremesa se conectara a la perfección con diferentes dispositivos móviles. El iPod, por ejemplo, formaba parte de un sistema cerrado y firmemente integrado. Para utilizarlo, debías emplear el software iTunes de Apple y descargar el contenido de su tienda iTunes. El resultado fue que el iPod, al igual que el iPhone y el iPad que vinieron tras él, eran una elegante maravilla en comparación con los deslavazados productos de la competencia, que no ofrecían una experiencia integral completa.

La estrategia dio resultado. En mayo de 2000, el valor de mercado de Apple era veinte veces menor que el de Microsoft. En mayo de 2010, Apple superaba a Microsoft como la compañía tecnológica más valiosa, y en septiembre de 2011 su valor se encontraba un 70 % por encima del de Microsoft. En el primer trimestre de 2011, el mercado de los ordenadores personales Windows se redujo un 1 %, mientras que el de los Macs creció un 28 %.

Para entonces, la batalla había comenzado de nuevo en el mundo de los dispositivos móviles. Google adoptó la postura más abierta, y dispuso que su sistema operativo Android estuviera al alcance de cualquier fabricante de tabletas o teléfonos móviles. En 2011, su cuota en el mercado de los teléfonos móviles igualaba a la de Apple. La desventaja del carácter abierto del Android era la fragmentación resultante. Varios fabricantes de móviles y tabletas modificaron el Android para crear decenas de variedades y sabores, lo que dificultaba que las aplicaciones pudieran mantener su consistencia o aprovechar al máximo sus características. Ambos enfoques tenían sus propios méritos. Algunas personas querían tener la libertad de utilizar sistemas más abiertos y contar con una mayor variedad de opciones de hardware; otras preferían sin dudarlo la firme integración y el control de Apple, que daban como resultado productos con interfaces más simples, una mayor vida útil de las baterías, una mayor facilidad de uso y una gestión de los contenidos más sencilla.

La desventaja de la postura de Jobs era que su deseo de maravillar al usuario lo llevaba a resistirse a concederle ningún poder. Entre los defensores más reflexivos de los entornos abiertos se encuentra Jonathan Zittrain,de Harvard. Su libro El futuro de internet...y cómo detenerlo comienza con una escena en la que Jobs presenta el iPhone, y alerta acerca de las consecuencias de sustituir los ordenadores personales por «dispositivos estériles encadenados a una red de control». Cory Doctorow realiza una defensa aún más ferviente en el manifiesto que escribió, titulado «Por qué no voy a comprarme un iPad», para Boing Boing. «El diseño demuestra una gran reflexión e inteligencia, pero también se aprecia un desprecio palpable por el usuario —escribió—. Comprarles un iPad a tus hijos no es la forma de fomentar la idea de que el mundo es suyo para que lo desmonten y lo vuelvan a construir; es una forma de decirle a tu prole que incluso el cambio de baterías es algo que deberías dejarles a los profesionales».

Para Jobs, su creencia en el planteamiento integrado era una cuestión de rectitud moral. «No hacemos estas cosas porque seamos unos obsesos del control —explicó—. Las hacemos porque queremos crear grandes productos, porque nos preocupamos por el usuario y porque queremos responsabilizarnos de toda su experiencia en lugar de producir la basura que crean otros fabricantes». También creía que estaba prestándole un servicio al público: «Ellos están ocupados haciendo lo que mejor se les da, y quieren que nosotros hagamos lo que mejor se nos da. Sus vidas están llenas de compromisos, y tienen cosas mejores que hacer que pensar en cómo integrar sus ordenadores y sus dispositivos electrónicos».

Esta postura iba en ocasiones en contra de los intereses comerciales a corto plazo de Apple. Sin embargo, en un mundo lleno de dispositivos chapuceros, de software inconexo, de inescrutables mensajes de error y de molestas interfaces, el enfoque integrado daba como resultado productos impresionantes marcados por una cautivadora experiencia del usuario. Utilizar un producto de Apple podía resultar tan sublime como pasear por uno de los jardines zen de Kioto que Jobs adoraba, y ninguna de esas experiencias tenía lugar al postrarse ante el altar de los sistemas abiertos o al permitir que florezcan un millar de flores. En ocasiones resulta agradable quedar en manos de un obseso del control.

La intensidad de Jobs también quedaba de manifiesto en su capacidad para concentrarse. Fijaba las prioridades, dirigía a ellas su atención como si fuera un rayo láser y filtraba las distracciones. Si algo atraía su atención —la interfaz de usuario del Macintosh original, el diseño del iPod y el iPhone, conseguir que las compañías discográficas entrasen en la tienda iTunes—, se volvía implacable. Sin embargo, si no quería enfrentarse a algo —alguna molestia jurídica, un problema empresarial, su diagnóstico de cáncer, una riña familiar— lo ignoraba con firmeza. Esta capacidad de concentración le permitía decir que no a muchas propuestas. Consiguió que Apple volviera a prosperar al eliminarlo todo salvo algunos productos fundamentales. Consiguió dispositivos más sencillos eliminando botones, software más sencillo eliminando características e interfaces más sencillas eliminando opciones.

Jobs atribuía su capacidad para concentrarse y su amor por la sencillez a su formación zen, que había afinado su sentido de la intuición, le había enseñado a filtrar cualquier elemento que resultase innecesario o que lo distrajese, y había alimentado en él una estética basada en el minimalismo.

Desgraciadamente, su formación zen nunca despertó en él una calma o serenidad interior propias de esta filosofía, y eso también forma parte de su legado. A menudo se mostraba muy tenso e impaciente, rasgos que no se esforzaba por ocultar. La mayoría de las personas cuentan con un regulador entre el cerebro y la boca que modula los sentimientos más bruscos y los impulsos más hirientes. Eso no ocurría en el caso de Jobs. Él tenía a gala el ser brutalmente sincero. «Mi trabajo consiste en señalar cuándo algo es un asco en lugar de tratar de edulcorarlo», afirmó. Eso lo convertía en una persona carismática e inspiradora, pero en ocasiones también, por usar el término técnico, en un gilipollas.

Andy Hertzfeld me dijo una vez: «La pregunta que me encantaría que respondiera Steve es: “¿Por qué eres tan cruel algunas veces?”». Incluso los miembros de su familia se preguntaban si sencillamente carecía del filtro que evita que la gente dé rienda suelta a sus pensamientos más hirientes o si hacía caso omiso de él de forma consciente. Jobs aseguraba que la respuesta era la primera opción. «Yo soy así, y no puedes pedirme que sea alguien que no soy», respondió cuando le planteé la pregunta. Sin embargo, creo que sí podría haberse controlado algo más si hubiera querido. Cuando hería a otras personas, no se debía a que careciera de sensibilidad emocional. Al contrario: podía evaluar a las personas, comprender sus pensamientos internos y saber cómo conectar con ellas, cautivarlas o herirlas según su voluntad.

Este rasgo desagradable de su personalidad no era en realidad necesario. Lo entorpecía más de lo que lo ayudaba. Sin embargo, en ocasiones sí que servía para un fin concreto. Los líderes educados y corteses que se preocupan por no molestar a los demás resultan por lo general menos eficaces a la hora de forzar un cambio. Decenas de los compañeros de trabajo que más ataques recibieron de Jobs acababan su letanía de historias de terror afirmando lo siguiente: había conseguido que hicieran cosas que nunca creyeron posibles.

La historia de Steve Jobs es un claro ejemplo del mito de la creación de Silicon Valley: el comienzo de una compañía en el proverbial garaje y su transformación en la empresa más valiosa del mundo. Jobs no inventó de la nada demasiadas cosas, pero era un maestro a la hora de combinar las ideas, el arte y la tecnología de formas que inventaban el futuro. Diseñó el Mac tras valorar el poder de las interfaces gráficas de una forma que Xerox había sido incapaz de hacer, y creó el iPod tras apreciar la maravilla que suponía contar con mil canciones en el bolsillo con una eficacia que Sony (que contaba con todos los elementos y la capacidad para ello) nunca pudo alcanzar. Algunos líderes fomentan la innovación al considerar una perspectiva más general. Otros lo logran mediante el dominio de los detalles. Jobs hizo ambas cosas de forma implacable. Como resultado, presentó una serie de productos a lo largo de tres décadas que transformaron industrias enteras:

  • El Apple II, que empleaba la placa base de Wozniak y lo convirtió en el primer ordenador personal dirigido únicamente a los aficionados a la electrónica.
  • El Macintosh, que impulsó la revolución de los ordenadores personales y popularizó las interfaces gráficas de usuario.
  • Toy Story y otros taquillazos de Pixar, que dieron paso al milagro de la animación digital.
  • Las tiendas Apple, que reinventaron la función de las tiendas a la hora de definir una marca.
  • El iPod, que cambió la forma en que consumimos música.
  • La tienda iTunes, que resucitó a la industria discográfica.
  • El iPhone, que dirigió los teléfonos móviles al mundo de la música, la fotografía, el vídeo, el correo electrónico y los navegadores web.
  • La App Store, que dio origen a una nueva industria de creación de contenidos.
  • El iPad, que dio lugar a las tabletas informáticas y ofreció una plataforma digital para periódicos, revistas, libros y vídeos. iCloud, que apartó al ordenador de su función central como gestor de nuestros contenidos, permitiendo la sincronización integral de todos nuestros aparatos.
  • Y la propia Apple, que Jobs consideraba su mayor creación, un lugar donde se fomentaba, se aplicaba y se ejecutaba la imaginación de formas tan creativas que llegó a ser la compañía más valiosa del mundo.
¿Era Jobs inteligente? No, no de una manera excepcional. Y, sin embargo, era un genio. Conseguía saltos imaginativos instintivos, inesperados y en ocasiones mágicos. Constituía sin duda un ejemplo de lo que el matemático Mark Kac llamaba un «genio matemático», alguien cuyas ideas salen de la nada y requieren más intuición que una mera potencia de procesamiento mental. Como si fuera un explorador, podía absorber la información, percibir el cambio del viento e intuir qué iba a encontrar en su camino.


Así pues, Steve Jobs se convirtió en el ejecutivo empresarial de nuestra era con más posibilidades de ser recordado dentro de un siglo. La historia lo consagrará en su panteón justo al lado de Edison y Ford. Consiguió, más que nadie en su época, crear productos completamente innovadores que combinaban el poder de la poesía y los procesadores. Con una ferocidad que podía hacer que trabajar con él fuera tan perturbador como inspirador, también construyó la compañía más creativa del mundo. Además, fue capaz de grabar en su ADN la sensibilidad por el diseño, el perfeccionismo y la imaginación que probablemente la lleven a ser, incluso dentro de varias décadas, la compañía que mejor se desenvuelva en la intersección entre el arte y la tecnología.



Walter Isaacson: Steve Jobs
Primera edición: octubre de 2011
Traducción: David González-Iglesias González/Torreclavero
Buenos Aires, Random House Mondadori, Debate, 2011
Foto: Getty Images


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